Si el diseño de empaque comprende los últimos 10 segundos de mercadeo de todo objeto en venta, ¿será que un billete de lotería puede venderse más o menos dependiendo de la ilustración que lleve en su cara? Esa fue la pregunta principal detrás de la investigación El diseño del azar, un proyecto realizado para el programa Curando Caribe.
En uno de los párrafos del ensayo resultante comienza una de las conclusiones que desafía todo enganche visual: el amor de quienes juegan billetes no entra por los ojos, sino por los oídos.
Una de las técnicas que compartían los billeteros durante la época dorada del instrumento era pasar temprano en la mañana, con el sol todavía escondido, para ir susurrando los terminales que tenían en su fardo. Ya que muchos jugadores apuestan a un número porque piensan haberlo recibido en sueños, las personas que a las cinco de la mañana pensaban haberse soñado con el 25 —en realidad, la voz del pregonero en la ventana los atrapaba en esa etapa de semi-conciencia adormecida, justo antes de despertar— corrían a comprarlo cuando escuchaban al billetero ofrecerlo en su segunda vuelta por la calle, ya entre siete y ocho. Este pequeño truco era muestra de que había poca lógica detrás de las elecciones de los terminales a jugar. ¿Se soñó con un familiar vivo? Se juega el terminal de la cédula. ¿Se soñó con un familiar muerto? La fecha del cumpleaños. ¿Nació un hijo? Lo mismo. El jugador de billetes apuesta a algún tipo de manifestación divina —por eso de que en la Biblia, Dios se comunicaba con sus creyentes a través del canal onírico—. El gancho para atrapar el pez, por eso, era siempre el mismo: el melódico pregón del billetero, indicando los números y sus premios.
